Extravagancias
Surcaba las olas.
Llegaba a distancias muy profundas. Podía respirar. ¿Podía respirar? ¡Podía
respirar! Exploraba los misterios más profundos del océano.
Mi cola de sirena me
conducía a donde yo quería llegar. ¿Mi cola de sirena? ¡Mi cola de sirena! Mis
preciosas escamas brillaban bajo la luz del sol que bañaba el Gran Azul.
Seguí bajando más.
Era maravilloso no tener que compensar. ¿No tenía que compensar? ¡No tenía que
compensar!
Estaba llegando a mi
destino: unas enormes rocas submarinas llenas de vida. Cubiertas de anémonas
que movían su cabellera y corales multicolor que lo iluminaban todo.
Vi estrellas de todas
formas. Peces payaso, calamares y pulpos. Anguilas. Napoleones. Gambas. Peces
multicolor. Caracoles, rayas y esponjas. Doncellas y doradas. Cintas.
Pero no veía toda la
roca. Era absolutamente imprescindible ver toda la roca, porque si no la veía,
no descubría, y yo tenía que descubrir.
Bajé más y más, la
luz del sol ya casi no llegaba a esa profundidad.
Aún así bajé más, y
seguí bajando.
Entonces el Sol
desapareció por completo y la roca con él. Genial.
Me detuve.
El agua, que antes
estaba caliente, ahora era tan fría como el hielo y la cola me empezó a pesar.
Ya no era ligera ni se movía con agilidad. Era una carga que me lastraba e
incomodaba.
De repente,
aparecieron dos grandes y brillantes ojos amarillentos de la nada. Los dos
grandes y brillantes ojos amarillentos. ¿Por qué no me dejaban en paz? Volvían
a por mí, estaba segura. ¿Qué querían? Se estaban acercando lentamente, como
una leona antes de atacar una presa y devorarla.
Huí tan rápido como
pude y subí, subí, subí.
La roca reapareció y
el Sol volvió a iluminar mis escamas. Mi corazón iba a mil.
De la roca inmensa
salió un extravagante pez multicolor que no había visto nunca.
Para mi sorpresa,
empezó a hablar:
-Vamos, vamos –dijo.
Su voz me resultaba familiar –vamos.
Parecía que me
animaba a cruzar una meta.
-¿Quién eres?
–pregunté.
El pez se acercó y me
besó en los labios.
-Vamos, vamos
–prosiguió. ¿De qué me sonaba tanto esa voz?- vamos.
-¿Sólo sabes decir
eso?
El pez volvió a
acercarse, pero esta vez en vez de besarme me golpeó en el pecho varias veces.
Me dolía.
-¡Para! –le grité.
-Vamos, vamos –dijo,
con su voz dulce, mientras seguía golpeándome –vamos.
Intenté esquivar sus
toques, pero de nada sirvió: mi cuerpo no respondía.
El pez añadió a la
secuencia de golpes y “vamos” los besos en los labios.
-Vamos, vamos –decía-
vamos.
Entonces, se centró
sólo en los golpes en el pecho. Dejó los “vamos” y los besos y siguió pegándome
lo más fuerte posible.
-¡Para! –repetí
gritando- ¡me haces daño!
Pero no escuchaba,
estaba demasiado ocupado haciéndome picadillo.
Inesperadamente, mi
cola desapareció y unas piernas la sustituyeron. Empecé a vomitar agua y más
agua y noté aire en los pulmones. ¿Aire? ¡Aire!
El pez paró de
golpearme. Susurró un “muy bien”, orgulloso de su trabajo y volvió a
desaparecer por donde había venido.
Abrí los ojos.
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